por Bert Hellinger
Traducción: Sylvia Gómez Pedra
El tema de mi ponencia es: La fuerza del centro vacío – La epistemología fenomenológica en Psicoterapia. Hace ya años, describí en varias historias el significado de estos términos. Para empezar, les contaré una de ellas. Se titula «El entendimiento».
Un hombre quiere saberlo, por fin. Se monta en su bicicleta, se va al campo abierto y, lejos de lo habitual, encuentra otro sendero. Ahí no hay indicaciones, y así se fía de lo que con sus ojos ve delante de sí, y de lo que su paso puede recorrer. Le impele una cierta alegría de descubrir, y lo que antes más bien era un presentimiento para él, ahora se torna certeza. Pero después, el sendero termina a orillas de un río ancho, y el hombre baja de su bicicleta. Sabe que si aún quiere seguir más allá, tendrá que dejar en la orilla todo lo que lleva encima. Entonces perderá su terreno firme y será llevado e impulsado por una fuerza que puede más que él, de manera
que tendrá que confiarse a ella. Y por eso vacila y retrocede. Al dirigirse de nuevo hacia su casa, se da cuenta de que sólo sabe poco de las cosas que ayudan, y que le es difícil de transmitir a otros. Demasiadas veces le ha pasado lo de un hombre que sigue a otra bicicleta, cuyo guardabarros golpetea.
Le grita:
-¡Eh, tú! ¡Tu guardabarros golpetea!
-¿Qué?
-¡Tu guardabarros golpetea!
-¡No te entiendo! -responde el otro- ¡Mi guardabarros golpetea!
‘Algo ha ido mal aquí’, piensa. Luego pisa el freno y da la vuelta.
Poco después, pregunta a un maestro anciano:
-¿Cómo haces tú, cuando ayudas a otros? Muchas veces vienen a verte personas, pidiéndote consejo en asuntos de los que sólo sabes poco. Pero después se encuentran mejor. El maestro le dice:
-No depende del saber, si uno se para en el camino, y no quiere seguir adelante. Porque busca seguridad, donde se pide valor, y libertad, donde la verdad ya no le deja elección. Y así va dando vueltas. El maestro, sin embargo, resiste al pretexto y a la apariencia. Busca el centro, y allí recogido espera -como uno que extiende las velas ante el viento-, si acaso le alcanza una palabra eficaz. El otro, al acercarse a él, lo encuentra allí donde él mismo tiene que llegar, y la respuesta es para ambos. Ambos son oyentes.
Y aún añade:
-El centro se distingue por su levedad.
Epistemología científica y epistemología fenomenológica
Son dos los movimientos que llevan a la comprensión. El uno se extiende, pretendiendo abarcar lo desconocido hasta poseerlo y poder disponer de ello. De esta índole es el esfuerzo científico, y bien sabemos lo mucho que ha contribuido a cambiar, a asegurar y a enriquecer nuestro mundo y nuestra vida.
El segundo movimiento resulta cuando, aún durante el esfuerzo de tender nuestro pensar, nos paramos y, de algo concreto que podríamos captar, dirigimos la mirada a un conjunto. Es decir, la mirada está dispuesta a asimilar simultáneamente lo mucho que ante ella se extiende.
Entregándonos a este movimiento, por ejemplo, ante un paisaje, o una tarea, o un problema, nos damos cuenta de cómo nuestra mirada a la vez se llena y se vacía. Ya que únicamente podemos exponernos a la plenitud y resistir su impacto prescindiendo de los detalles. Para ello nos detenemos en el movimiento que se lanza, retirándonos un poco hasta llegar a aquel vacío capaz de resistir la plenitud y la gran variedad.
Este movimiento que se detiene y después se retira, lo defino como fenomenológico. Éste nos conduce a otras comprensiones que el movimiento que se lanza hacia el entendimiento. Ambos, sin embargo, se complementan. Ya que también en el movimiento que se extiende hacia el entendimiento científico, a veces tenemos que detenernos para dirigir nuestra mirada de lo estrecho a lo amplio, y de lo próximo a lo lejano. Por otra parte, también la comprensión lograda mediante el procedimiento fenomenológico requiere la comprobación en lo individual y más próximo.
El proceso
En el camino de la epistemología fenomenológica, la persona se expone a la gran variedad de fenómenos ante un determinado horizonte, sin seleccionar ni valorarlos. Así, pues, este camino del entendimiento requiere que la persona se vacíe, tanto en relación a las ideas que hasta ese momento albergaba, como también en relación a los movimientos interiores, sea a nivel emocional, voluntario o de juicios. Aquí, la atención está a la vez orientada y no orientada, centrada y vacía. La actitud fenomenológica requiere una disposición atenta para actuar, pero sin pasar a la realización. Gracias a esta tensión, nuestra capacidad y nuestra disposición para la percepción se potencian extraordinariamente. Quien logra sostener esta tensión, al cabo de un tiempo experimenta como lo mucho que con su horizonte abarca, se va formando alrededor de un centro, y de repente descubre un contexto, quizás un orden, una verdad, o el paso que le lleva más allá. Esta comprensión viene de fuera, para así decirlo, se experimenta como un regalo y, por regla general, es limitada.
Libre de intenciones
La primera premisa para la comprensión lograda de esta forma es una actitud desinteresada. Quien guarda intenciones, aborda la realidad con contenidos propios, pretendiendo, quizás, cambiarla de acuerdo con una imagen preconcebida, o influir y convencer a otros según esta imagen. Pero así actúa como si frente a la realidad se hallara en una posición superior, como si ella fuera el objeto para su sujeto, y no al revés, él el objeto de la realidad. Aquí se evidencia la renuncia que nos exige el desistir de nuestras intenciones, incluso de nuestras buenas intenciones. Aparte de que también la sensatez exige esta renuncia, ya que, como muestra la
experiencia, aquello que obramos con buenas intenciones, e incluso con la mejor de las intenciones, frecuentemente sale mal. La intención no sustituye a la comprensión.
Libre de temor
La segunda premisa para esta comprensión es una actitud libre de temor. El que siente miedo de lo que la realidad saca a la luz, se pone anteojeras. Y el que siente miedo ante lo que otras personas pensarán y harán si él comunica lo que percibe, se está cerrando ante cualquier comprensión ulterior. Y quien, como terapeuta, tiene miedo de encarar la realidad de un cliente, por ejemplo la realidad de que sólo le queda poco tiempo, acaba infundiendo miedo al otro, porque éste ve que el terapeuta no está a la altura de esa realidad.
La concordancia
Una actitud libre de intenciones y de temor permite la concordancia con la realidad tal como es, también con su lado temible, arrollador y terrible. Por tanto, el terapeuta está en concordancia con la felicidad y la desdicha, con la inocencia y la culpa, con la salud y la enfermedad, con la vida y la muerte. Pero justamente de esta concordancia gana la comprensión y la fuerza de enfrentarse también a la fatalidad, y en concordancia con esta realidad, a veces puede darle un giro. También a este respecto contaré una historia:
Un discípulo se dirigió a un maestro:
-¡Dime lo que es la libertad!
-¿Qué libertad? -le preguntó el maestro.
-La primera libertad es la necedad. Se asemeja al caballo que, relinchando, derriba a su jinete. Pero tanto más fuerte siente su mano después.
La segunda libertad es el arrepentimiento. Se asemeja al timonel que se queda en el barco naufragado, en vez de bajar al bote salvavidas.
La tercera libertad es el entendimiento. Ella viene después de la necedad y después del
arrepentimiento. Se asemeja a la brizna que se balancea con el aire y, porque cede donde es débil, se sostiene.
El discípulo preguntó:
-¿Esto es todo?
Replicó el maestro:
-Algunos piensan que son ellos mismos los que buscan la verdad de su alma. Pero la Gran Alma piensa y busca a través de ellos. Al igual que la Naturaleza, puede permitirse muchos errores, ya que sin esfuerzo sustituye a los jugadores equivocados por otros nuevos. A aquél, sin embargo, que deja que sea ella la que piense, a veces le concede algún margen de movimiento, y como el río lleva al nadador que se entrega a sus aguas, también ella lo lleva a la orilla, uniendo sus fuerzas a las de él.
Fenomenología filosófica
Ahora quisiera decir algo acerca de la fenomenología filosófica y de la fenomenología psicoterapéutica. En la fenomenología filosófica se trata de percibir lo esencial de entre la gran variedad de fenómenos, exponiéndome a ellos por completo, con mi mayor superficie, para así decirlo. Este algo esencial surge repentinamente de lo oculto, como un relámpago, y siempre sobrepasa en mucho aquello que yo podría imaginarme o llegar a entender lógicamente, partiendo de premisas o conceptos. A pesar de todo, nunca es completo. Sigue envuelto por lo oculto, como todo ser por el no-ser.
Esta fue la actitud que me llevó a comprender los aspectos esenciales de la conciencia, por ejemplo, que ésta actúa como un órgano del equilibrio sistémico que me permite percibir inmediatamente si me encuentro en concordancia con el sistema, o no; si aquello que hago me conserva y asegura la pertenencia, o si pone en peligro y menoscaba mi pertenencia. Por tanto, en este contexto, la buena conciencia no significa más que: puedo estar seguro de que aún formo parte del grupo. Y la mala conciencia significa: tengo que temer que ya no formo parte del grupo. Así, pues, la conciencia tiene poco que ver con leyes y verdades siempre válidas, sino que es relativa y variable de grupo en grupo.
De la misma manera también comprendí que la conciencia reacciona de manera totalmente distinta donde no se trata del derecho a la pertenencia tal como acabamos de describirlo, sino del equilibrio entre dar y tomar, y que aún reacciona de otra forma cuando vela por los órdenes de la convivencia. Cada una de estas funciones de la conciencia se controla y se impone mediante diferentes sentimientos de inocencia y de culpa.
Sin embargo, la diferencia más importante que se mostró fue la distinción entre la conciencia que sentimos y la conciencia oculta. Así, justamente por seguir a la conciencia que sentimos, atentamos contra la conciencia oculta, y aunque por la conciencia que sentimos nos creamos inocentes, la conciencia oculta castiga este acto como una culpa. El contraste entre estas dos conciencias es la base de toda tragedia, lo cual, en el fondo, no quiere decir otra cosa que tragedia familiar. Esta disonancia lleva a aquellas implicaciones trágicas que en el seno de la familia producen enfermedades graves, accidentes y suicidios. Y también es esta diferencia la culpable de muchas tragedias relacionales, cuando una relación de pareja se rompe a pesar de todo amor.
Fenomenología psicoterapéutica
Ahora bien, estas comprensiones no pudieron lograrse únicamente a través de la percepción filosófica y de la aplicación filosófica de la epistemología fenomenológica. Aún pedían otro acceso más, acceso que yo suelo llamar saber participativo. Este acceso se abre a través del trabajo con constelaciones familiares siempre que éste se realice de forma fenomenológica.
Para configurar la constelación de su familia, el cliente, de entre un grupo de participantes arbitrariamente elige a representantes para sí mismo y para los demás miembros significativos de su familia, por ejemplo, el padre, la madre y los hermanos. A continuación, entrándose en su intuición, los posiciona en un espacio abierto, relacionándolos según su imagen interior. A través de este proceso, de repente surge algo que le sorprende. Es decir, durante el proceso de configuración entra en contacto con un saber que antes le era inaccesible. Así, hace poco, un compañero me contó que a raíz de una constelación se evidenció que la cliente tenía que representar a una amiga anterior del padre. Ella preguntó al padre y a otros familiares, pero todos le aseguraron que estaba equivocada. Unos meses más tarde, su padre recibió una carta desde Bielorrusia. Una mujer que durante la guerra había sido su gran amor, tras una larga búsqueda había conseguido, por fin, averiguar su dirección.
Pero ésta es sólo una parte, la del cliente. La otra parte es que los representantes, una vez se encuentran configurados, sienten como las personas que representan. A veces también desarrollan los síntomas físicos de éstos. Incluso he visto casos en los que interiormente oían los nombres de aquellas personas. Todo esto se vive sin que los representantes tengan ninguna información previa de aquella familia, únicamente saben a quiénes representan. Se evidencia, pues, que entre el cliente y los miembros de su sistema actúa un campo de fuerza lúcido que hace posible acceder a un saber sin ninguna transmisión exterior y, lo cual resulta aún más sorprendente, también los representantes, que por lo demás no tienen nada que ver con esa familia ni tampoco pueden saber nada de ella, pueden conectar con ese saber y con la realidad de esa familia.
Naturalmente y de manera muy especial, lo mismo se aplica también al terapeuta; con la única condición de que tanto el terapeuta como el cliente y los representantes estén dispuestos a encarar la realidad que aquí se está abriendo paso, asintiendo a ella tal como es, sin intenciones ni miedos, y sin remontarse a teorías o experiencias anteriores. Ésta sería, pues, la actitud fenomenológica aplicada a Psicoterapia. También aquí, la comprensión se halla en la renuncia, en el desprendimiento de toda intención, y en el asentimiento a la realidad tal como se presenta. Sin esta actitud fenomenológica, es decir, sin el asentimiento a aquello que se muestra, sin querer exagerar ni mitigar o interpretarlo, el trabajo con constelaciones familiares no se mueve más que en la superficie, cayendo en el error con facilidad y careciendo de fuerza.
El alma
Aún más sorprendente que este saber transmitido a través de la participación, es el hecho de que este campo consciente o, como yo prefiero llamarlo, este alma consciente que sobrepasa y dirige al individuo, busca y encuentra soluciones que superan en mucho aquello que nosotros podemos imaginar, produciendo efectos de un alcance inaccesible para nuestro actuar planificado. Esto se muestra más claramente en aquellas constelaciones en las que el terapeuta se retiene al máximo, por ejemplo, configurando a personas importantes para después, sin ninguna indicación ulterior, abandonarlas a aquello que desde fuera se apodera de ellos como una fuerza irresistible, conduciéndolos a comprensiones y experiencias que de otra manera parecerían imposibles.
Les aportaré un ejemplo: cuando, en un taller reciente en Suiza, un hombre, después de configurar su familia actual, dijo que aún quería mencionar que era judío, elegí a siete representantes para las víctimas del Holocausto, colocándolas en fila, los unos al lado de los otros. Después, detrás de ellos, coloqué a siete representantes de los asesinos, y les pedí a las víctimas que se giraran hacia éstos. A continuación, durante un cuarto de hora y sin que nadie pronunciara ni una palabra, se desarrolló un proceso increíble entre todos ellos, proceso que evidenció la existencia de algo así como una muerte no concluida y una muerte concluida, mostrando claramente que para víctimas y perpetradores el morir no se concluía hasta que en la muerte se encontraban, experimentándose igualmente determinados, dirigidos y finalmente acogidos por una fuerza superior.
Fenomenología religiosa
Aquí, los niveles de la Filosofía y de la Psicoterapia se sustituyen por otro, más extenso, en el que nos experimentamos como expuestos a un Todo mayor que necesariamente tenemos que reconocer como un Último que determina a todos. También podría llamarse el nivel religioso o espiritual. Pero también aquí me mantengo en la actitud fenomenológica, sin intenciones, sin temor, sin condiciones previas, simplemente con aquello que se muestra. Lo que esto significa para la comprensión y la realización religiosas, lo describo al final en una tercera historia: «La vuelta».
Alguien nace en su familia, en su país y su cultura, y ya de niño oye quién, hace tiempo, fue su modelo y su maestro, y siente el profundo anhelo de hacerse y de ser como aquél. Se une a un grupo de iguales, se ejercita en una disciplina de largos años, y sigue al gran modelo hasta ser idéntico a él, y pensar y hablar y sentir como él. Pero una cosa, piensa, aún le falta. Así emprende un largo camino para, quizás, aún superar en la soledad más lejana, una última frontera. Pasa por jardines antiguos, largamente abandonados. Aún florecen rosas silvestres y altos árboles traen su fruto cada año, pero éste cae al suelo sin cuidado por no haber nadie que lo quiera. Después comienza el desierto. Pronto le rodea un vacío desconocido. Le parece como si aquí cualquier rumbo fuera indiferente, y también las imágenes, que a veces ve delante de sí, pronto se muestran vacías. Camina siguiendo su impulso, y cuando ya hace tiempo que no se fía de sus sentidos, de repente ve el manantial: brota de la tierra, y la tierra lo vuelve a recibir. Pero allí donde su agua llega, el desierto se convierte en un paraíso.
Al mirar a su alrededor, ve a dos desconocidos que se acercan. Ellos hicieron lo mismo que él: como él emprendieron un largo camino para, quizás, aún superar en la soledad del desierto una última frontera; y encontraron, como él, el manantial. Juntos se agachan, beben de la misma agua, y ya creen la meta casi conseguida. Después, se confían sus nombres:
-Yo soy Gautama, el Buda.
-Yo soy Jesús, el Cristo.
-Yo soy Mahoma, el Profeta.
Después, llega la noche y encima de ellos, como siempre, destellan las estrellas, inalcanzables en su lejanía y en su quietud. Todos enmudecen, y uno de los tres se sabe cerca de su gran modelo como nunca. Le parece como si por un momento pudiera intuir cómo se sentía cuando lo supo: la impotencia, la inutilidad, la humildad, y cómo debería sentirse si también conociera la culpa.
A la mañana siguiente, da la vuelta y sale salvo del desierto. Una vez más su camino le lleva por los jardines abandonados, hasta acabar en uno que es el suyo. Delante de la entrada se encuentra un hombre mayor, como si lo hubiera estado esperando. Le dice:
-Quien, como tú, de tan lejos encontró el camino de vuelta, ama la tierra húmeda. Sabe que todo, si crece, también muere, y si acaba, también nutre.
-Sí -responde el otro-, estoy de acuerdo con la Ley de la Tierra.
Y empieza a trabajarla.